¿No sería mejor enamorarnos despiertos y sin soñar con cosas frágiles e
idealizadas que pronto han de romperse y ni siquiera nos pertenecen?
¿No sería mejor enamorarnos conscientes y sin negar los defectos, es más... ir más allá y enamorarnos de los defectos entonces?
Los defectos no se ván ni con la edad, ni con las enfermedades, ni con las dietas, ni con las amarguras, ni con las decepciones; las virtudes, en cambio, volátiles como son, especialmente las físicas, a la larga se ván difuminando y hasta borrando; pero los defectos dán carácter y se intensifican con el tiempo, siempre ván a estar allí: manías, momentos de locura e ilógicos, gestos extraños que parecen tics y hacen a los rostros verse casi caricaturescos, traspiés que hace la lengua cuando la mente se pone nerviosa, posturas y expresiones de cansancio, cicatrices internas y externas, esas salpicaduras que dán personalidad y que otros -triste y equívocamente- tratan de convertir en un perfecto lienzo blanco.
Los defectos son reflejo de nuestra propia naturaleza imperfecta, pero a la vez, es ese mismo reflejo al que lleva a tantos a dar traspiés huyendo del reflejo de su propia imperfección, tratando así, de correr tras semidioses, de hacer una carrera por intentar mejorar y perfeccionar a otros seres, con el triste resultado de volverlos guiñapos que lucen todos igual, o que cuando pase el tiempo nada de lo que se hayan enamorado siga allí... pero ¿para qué enamorarnos de dioses inalcanzables, que cuando les tengamos cerca nos quemarán o con cualquier inclemencia del tiempo sólo se desmoronarán?
El defecto es un valor, ahí tenemos la Torre de Pisa, ladeada, pero tan bien construída que no por eso se vá a caer; en cambio, la equivocación ya es diferente, pues es ésta, una acción errática; el comportamiento perfecto y la apariencia ideal es sólo una decoración temporal e ilusoria... Opto entonces por el valor de enamorarse de los defectos, de las peculiares cualidades que no se borran, con la promesa de quererse siempre, declarándose un "tú defectuoso y yo también".
¿No sería mejor enamorarnos conscientes y sin negar los defectos, es más... ir más allá y enamorarnos de los defectos entonces?
Los defectos no se ván ni con la edad, ni con las enfermedades, ni con las dietas, ni con las amarguras, ni con las decepciones; las virtudes, en cambio, volátiles como son, especialmente las físicas, a la larga se ván difuminando y hasta borrando; pero los defectos dán carácter y se intensifican con el tiempo, siempre ván a estar allí: manías, momentos de locura e ilógicos, gestos extraños que parecen tics y hacen a los rostros verse casi caricaturescos, traspiés que hace la lengua cuando la mente se pone nerviosa, posturas y expresiones de cansancio, cicatrices internas y externas, esas salpicaduras que dán personalidad y que otros -triste y equívocamente- tratan de convertir en un perfecto lienzo blanco.
Los defectos son reflejo de nuestra propia naturaleza imperfecta, pero a la vez, es ese mismo reflejo al que lleva a tantos a dar traspiés huyendo del reflejo de su propia imperfección, tratando así, de correr tras semidioses, de hacer una carrera por intentar mejorar y perfeccionar a otros seres, con el triste resultado de volverlos guiñapos que lucen todos igual, o que cuando pase el tiempo nada de lo que se hayan enamorado siga allí... pero ¿para qué enamorarnos de dioses inalcanzables, que cuando les tengamos cerca nos quemarán o con cualquier inclemencia del tiempo sólo se desmoronarán?
El defecto es un valor, ahí tenemos la Torre de Pisa, ladeada, pero tan bien construída que no por eso se vá a caer; en cambio, la equivocación ya es diferente, pues es ésta, una acción errática; el comportamiento perfecto y la apariencia ideal es sólo una decoración temporal e ilusoria... Opto entonces por el valor de enamorarse de los defectos, de las peculiares cualidades que no se borran, con la promesa de quererse siempre, declarándose un "tú defectuoso y yo también".
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