Y de repente como en una obra de Magritte… yo no te veo a tí y tu no me ves a mí… y lo que ves: no es lo que es.
Una ciudad con todos los ciudadanos enmascarados, nadie ve a nadie y aman a las máscaras más que a nadie, confunden máscaras con almas, pues las almas ya no están de moda, nadie conoce a nadie, y todos se olvidan de quiénes son ellos mismos, pretenden ser su máscara, las cambian según con quien estén, han olvidado su rostro, su historia, han negado sus ojos, han matado su boca, han aniquilado la percepción del aroma y el saber diferenciarlo de la peste.
Los amantes se aman con sus máscaras puestas, desnudan sus cuerpos, pero sus gestos están ocultos, que al final aún están vestidos… es abismal el vacío que los separa y eso que se creen cerca, son ilusión del baile donde todos fingen, donde todos ríen cuando van llorando y lloran cuando no lloran desde adentro, todos pretenden que nada les importa para lucir tranquilos, gratos, atrayentes, pero a quién ha de atraer el actor que lleva siempre la máscara puesta, quién lee detrás de la piel, del suelo de las enseñanzas, quién ha de elevarse al cielo si cierra los ojos; aquí, en esta tierra, en esta ciudad continua de todas las ciudades, acarician al que lleva la máscara más decorada, más preciada en términos humanos, fabrican una para gustar, para disgustar, para sus fines personales, y hay algunos a los que la circunstancia les atañe una máscara muy díficil de llevar, que les va rompiendo la piel y los va enfermando por dentro, óxido y sangre que les llega a éste frasco de arena que marca el tiempo…
Una eternidad pesada, desgraciada, si se te olvida quien eres, si se te olvida por ir a ahogarte en el placer de la adulación a una máscara, a un ícono absurdo que no eres tú… Allá van, se ríe la máscara y lo que hay detrás ha dejado de reír, de sentir, de pensar, tanto tiempo oculto, tanto tiempo como un elefante amarrado, amarrado a una pequeña e insignificante estaca de pretensión. Es execrado el traidor a la ciudad, es excomulgado el apóstata de esta fiesta sin fin de las caretas, y están los que allí se quedan participando de un fingimiento colosal, ebrios en su pretexto de falso amor, de temporales pertenencias, pérdidos en la lascivia de su mismo engaño. Paredes llenas de espejos cual Palacio de Versalles, pero esos son los espejos a los que nadie quiere mirar, entonces nadie mira a los lados, y nadie quiere mirar tampoco hacia adentro, se miran unos a otros y todos se cuentan cuán hermosos son, se ríen en su chiste inmundo que realmente no sienten, y por dentro se dejan de reir.
Una ciudad de minimalismo del sentimiento, de magnificación de la emoción vana, más fácil se lidia con lo vacuo, no se ha de negar que resulta bella la tierra de la frivolidad, pero los lobos que cazan solos conocen las dos, miran los lobos, acechan los lobos con su cuerpo roto, con su hocico de cicatrices, pero con su alma tranquila, acechan pero no a su presa, sólo distinguen al ver al mundo exterior, diferencian y se reconocen, prosiguen; mientras gacelas de químera corren por esta nube de polvo que se inventan los soñantes, los amantes de un rostro cubierto, los abstraídos en esta ficción de esta aparente realidad que ya no es real, pues si de un artificio cubres tu pensamiento no puedes distinguir en qué tierra te paras.
Resignados pero sin darse cuenta deambulan los autómatas, embebidos y embobados van por esta ciudad absurda, que se tiñe de rojo en las mañanas, que está llena de ruido y alegría, de un smog interno que les nubla y niegan, socializan con desconocidos, desdicha que no sean desconocidos a los que pronto conocerán, pues así permanecerán como desconocidos, conocen sólo su máscara durante décadas, y si conociesen lo que hay detrás, lo han de negar, besan la fachada y que nadie se atreva a derribarlo, alejan al que los vé tras la máscara, es la ilusión una poesía fútil, que sea traidor a la fiesta pero no a mí.
Ahí vemos una dualidad, por un lado la ciudad llena de basura y de niños que duermen bajo los puentes, de los que se arrojan arena en la cara y andan desnudos con su piel curtida pero completa, de aquellos a quienes las ramas de los árboles y también las de la vida les han cortado su piel, ellos no usan máscaras, pero sin embargo muchos aún se ríen, en otro lado vemos la misma ciudad sobrepuesta en una exposición doble, ésta está llena de fieras y alimañas en ropas limpias, zafios en transportes bellos, que cargan libros y monopolizan la cultura como un bien preciado que no ha de ser compartido… Allí está una ciudad que dentro de un mismo marco tiene dos realidades distintas, y están tan unidas que ya no se sabe, también hay máscaras absurdas que se llevan a medias, y hay quienes en sueños y cuando están solos por fin están completos y bailan.
Una ciudad absurda en la que le quieren decir al que va con el rostro desnudo quien es.
Una ciudad con todos los ciudadanos enmascarados, nadie ve a nadie y aman a las máscaras más que a nadie, confunden máscaras con almas, pues las almas ya no están de moda, nadie conoce a nadie, y todos se olvidan de quiénes son ellos mismos, pretenden ser su máscara, las cambian según con quien estén, han olvidado su rostro, su historia, han negado sus ojos, han matado su boca, han aniquilado la percepción del aroma y el saber diferenciarlo de la peste.
Los amantes se aman con sus máscaras puestas, desnudan sus cuerpos, pero sus gestos están ocultos, que al final aún están vestidos… es abismal el vacío que los separa y eso que se creen cerca, son ilusión del baile donde todos fingen, donde todos ríen cuando van llorando y lloran cuando no lloran desde adentro, todos pretenden que nada les importa para lucir tranquilos, gratos, atrayentes, pero a quién ha de atraer el actor que lleva siempre la máscara puesta, quién lee detrás de la piel, del suelo de las enseñanzas, quién ha de elevarse al cielo si cierra los ojos; aquí, en esta tierra, en esta ciudad continua de todas las ciudades, acarician al que lleva la máscara más decorada, más preciada en términos humanos, fabrican una para gustar, para disgustar, para sus fines personales, y hay algunos a los que la circunstancia les atañe una máscara muy díficil de llevar, que les va rompiendo la piel y los va enfermando por dentro, óxido y sangre que les llega a éste frasco de arena que marca el tiempo…
Una eternidad pesada, desgraciada, si se te olvida quien eres, si se te olvida por ir a ahogarte en el placer de la adulación a una máscara, a un ícono absurdo que no eres tú… Allá van, se ríe la máscara y lo que hay detrás ha dejado de reír, de sentir, de pensar, tanto tiempo oculto, tanto tiempo como un elefante amarrado, amarrado a una pequeña e insignificante estaca de pretensión. Es execrado el traidor a la ciudad, es excomulgado el apóstata de esta fiesta sin fin de las caretas, y están los que allí se quedan participando de un fingimiento colosal, ebrios en su pretexto de falso amor, de temporales pertenencias, pérdidos en la lascivia de su mismo engaño. Paredes llenas de espejos cual Palacio de Versalles, pero esos son los espejos a los que nadie quiere mirar, entonces nadie mira a los lados, y nadie quiere mirar tampoco hacia adentro, se miran unos a otros y todos se cuentan cuán hermosos son, se ríen en su chiste inmundo que realmente no sienten, y por dentro se dejan de reir.
Una ciudad de minimalismo del sentimiento, de magnificación de la emoción vana, más fácil se lidia con lo vacuo, no se ha de negar que resulta bella la tierra de la frivolidad, pero los lobos que cazan solos conocen las dos, miran los lobos, acechan los lobos con su cuerpo roto, con su hocico de cicatrices, pero con su alma tranquila, acechan pero no a su presa, sólo distinguen al ver al mundo exterior, diferencian y se reconocen, prosiguen; mientras gacelas de químera corren por esta nube de polvo que se inventan los soñantes, los amantes de un rostro cubierto, los abstraídos en esta ficción de esta aparente realidad que ya no es real, pues si de un artificio cubres tu pensamiento no puedes distinguir en qué tierra te paras.
Resignados pero sin darse cuenta deambulan los autómatas, embebidos y embobados van por esta ciudad absurda, que se tiñe de rojo en las mañanas, que está llena de ruido y alegría, de un smog interno que les nubla y niegan, socializan con desconocidos, desdicha que no sean desconocidos a los que pronto conocerán, pues así permanecerán como desconocidos, conocen sólo su máscara durante décadas, y si conociesen lo que hay detrás, lo han de negar, besan la fachada y que nadie se atreva a derribarlo, alejan al que los vé tras la máscara, es la ilusión una poesía fútil, que sea traidor a la fiesta pero no a mí.
Ahí vemos una dualidad, por un lado la ciudad llena de basura y de niños que duermen bajo los puentes, de los que se arrojan arena en la cara y andan desnudos con su piel curtida pero completa, de aquellos a quienes las ramas de los árboles y también las de la vida les han cortado su piel, ellos no usan máscaras, pero sin embargo muchos aún se ríen, en otro lado vemos la misma ciudad sobrepuesta en una exposición doble, ésta está llena de fieras y alimañas en ropas limpias, zafios en transportes bellos, que cargan libros y monopolizan la cultura como un bien preciado que no ha de ser compartido… Allí está una ciudad que dentro de un mismo marco tiene dos realidades distintas, y están tan unidas que ya no se sabe, también hay máscaras absurdas que se llevan a medias, y hay quienes en sueños y cuando están solos por fin están completos y bailan.
Una ciudad absurda en la que le quieren decir al que va con el rostro desnudo quien es.
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